Por muchas vueltas que queramos darle y por muchos experimentos científicos que queramos hacer, en lo que se refiere la comida, ya está todo inventado. Y querer que evolucione es estropearla. Hala: ya me he ganado los odios de todos los fans de la nueva cocina.
Pues bien, amantes de la boñiguita de gorrión en mitad de la nada de un plato descomunal, tontos de baba de la emulsión de aire con reminiscencias de contorrodaocaramelizado a las gruesas hierbas, respondedme a una pregunta: ¿Habéis probado alguna vez un guiso mejor que el de vuestras abuelas?
[Silencio sepulcral. Una planta rodadora atraviesa, botando, el auditorio]
Es por eso que digo que pretender que la cocina evolucione es estropearla. Los experimentos, en el excusado, por favor ¿Y por qué aquellos guisos de nuestras abuelas eran, con mucho, superiores a los platos más caros del mejor y más nombrado de los restaurantes?
Todo lleva su tiempo
Se me ocurren tres motivos. El primero de ellos, se refiere a la satisfacción que uno sentía después de comer. Y es que tenías que decirle a tu abuela tres veces “ya es suficiente” para que ralentizara la marcha del cucharón. Y, si no te lo comías todo, le dabas un disgusto, de modo que rellenabas de comida hasta el hueco del ombligo. De este modo, sólo te quedaban fuerzas para sestear el resto de la tarde… Y repetir del plato en la cena, ¡con lo bueno que estaba!
Las otras dos razones se refieren al tiempo: de un lado, el que empleaba tu abuela para cocinar, que era capaz de pasarse desde las seis de la mañana entre fogones con tal de que la carne saliera tierna de la olla o de la cazuela de barro.
De otro lado, y he aquí la raíz y quid de la cuestión, el tiempo que se empleaba en la cría de los animales que acabarían por convertirse en carne. Quien más quien menos, poseía o era familiar del poseedor de una vaca que alimentaba a un ternero, de un par de cerdos, unos pollos y unos conejos que se reproducían como eso mismo, como conejos. Tenía la carnicería en casa, vamos.
La culpa, como siempre, es de la sociedad
Por tal motivo, y sabiendo que no había que alcanzar una cuota de producción equis, los animales comían los alimentos que la naturaleza ha dispuesto para ellos y, muy de cuando en cuando, algo de pienso. Lo que viene siendo crecer con calma. Con tiempo.
De acuerdo: hoy por hoy, la economía exige que el sector primario sustente a los otros dos y muchos niños no saben la diferencia entre un cerdo y una batidora de varillas. De este modo, la carne, los animales, acaban por recibir una alimentación desequilibrada que los hace crecer cuanto antes y, en ocasiones, fuera de los límites de lo que la legalidad, el sentido común y la seguridad sanitaria imponen.
Carnes plásticas vs. Carnes de verdad
Este último párrafo es la explicación de por qué la carne tiene tan mala pinta en cuanto sale de debajo de las luces especiales de los expositores de los supermercados y lo que es peor, sabe a plástico.
¿Qué nos queda, entonces? Pues pensar que la verdadera revolución es girar la cabeza y darnos cuenta de que eran nuestros abuelos, y no nosotros, los que hacían las cosas bien hechas. Sólo dejando que la Naturaleza haga su trabajo obtendremos lo mejor de ella y carnes como éstas.
Y no: comer musgo emulsionado con tierra centrifugada, por mucho que digan los gurús de la cocina moderna, no es arte, ni alimenta al cuerpo ni al espíritu. Esas comidas son algo mucho más simple: son cosas de tontos que saben dónde gastarse el dinero.